sábado, 6 de julio de 2013

PEDAGOGÍA DE LA ACCIÓN


JOHN DEWEY (1859-1952)


John Dewey fue el filósofo norteamericano más importante de la primera mitad del siglo XX. Su carrera abarcó la vida de tres generaciones y su voz pudo oírse en medio de las controversias culturales de los Estados Unidos (y del extranjero) desde el decenio de 1890 hasta su muerte en 1952, cuando tenía casi 92 años.

A lo largo de su extensa carrera, Dewey desarrolló una filosofía que defendía la unidad entre la teoría y la práctica, unidad que ejemplificaba en su propio quehacer de intelectual y militante político. Su pensamiento se basaba en la convicción moral de que “democracia es libertad”, por lo que dedicó toda su vida a elaborar una argumentación filosófica para fundamentar esta convicción y llevarla a la práctica. El compromiso de Dewey con la democracia y con la integración de teoría y práctica fue sobre todo evidente en su carrera de reformador de la educación.

No es una casualidad, observaba, así como él, muchos grandes filósofos se interesan por los problemas de la educación, ya que existe “una estrecha y esencial relación entre la necesidad de filosofar y la necesidad de educar”.
Los esfuerzos de Dewey por dar vida a su propia filosofía en las escuelas estuvieron acompañados de controversias y hasta hoy día siguen siendo un punto de referencia en los debates.

Pragmatismo y Pedagogía

Durante el decenio de 1890, Dewey pasó gradualmente del idealismo puro para orientarse hacia el pragmatismo y el naturalismo de la filosofía en su madurez. Sobre la base de una psicología funcional que debía mucho a la biología evolucionista de Darwin y al pensamiento del pragmatista William James.

Empezó a desarrollar una teoría del conocimiento que cuestionaba los dualismos que oponen mente y mundo, pensamiento y acción, que habían caracterizado a la filosofía occidental desde el siglo XVII. Para él, el pensamiento no es un conglomerado de impresiones sensoriales, ni la fabricación de algo llamado “conciencia”, y mucho menos una manifestación de un “Espíritu absoluto”, sino una función mediadora e instrumental que había evolucionado para servir los intereses de la supervivencia y el bienestar humanos.

Sus trabajos sobre la educación tenían por finalidad sobre todo estudiar las consecuencias que tendría su instrumentalismo para la pedagogía y comprobar su validez mediante la experimentación.

Propuso elaborar una pedagogía basada en su propio funcionalismo e instrumentalismo. Tras dedicar mucho tiempo a observar el crecimiento de sus propios hijos, Dewey estaba convencido de que no había ninguna diferencia en la dinámica de la experiencia de niños y adultos. Unos y otros son seres activos que aprenden mediante su enfrentamiento con situaciones problemáticas que surgen en el curso de las actividades que han merecido su interés.

El pensamiento constituye para todos un instrumento destinado a resolver los problemas de la experiencia y el conocimiento es la acumulación de sabiduría que genera la resolución de esos problemas. Dewey afirmaba que los niños no llegaban a la escuela como limpias pizarras pasivas en las que los maestros pudieran escribir las lecciones de la civilización. Cuando el niño llega al aula “ya es intensamente activo y el cometido de la educación consiste en tomar a su cargo esta actividad y orientarla”.

Cuando el niño empieza su escolaridad, lleva en sí cuatro “impulsos innatos –el de comunicar, el de construir, el de indagar y el de expresarse de forma más precisa”– que constituyen los recursos naturales, el capital para invertir, de cuyo ejercicio depende el crecimiento activo del niño. El niño también lleva consigo intereses y actividades de su hogar y del entorno en que vive y al maestro le corresponde la tarea de utilizar esta “materia prima” orientando las actividades hacia “resultados positivos”.

Esta argumentación enfrentó a Dewey con los partidarios de una educación tradicional y también con los reformadores románticos. Los tradicionalistas a favor de una instrucción disciplinada y gradual de la sabiduría acumulada por la civilización. La asignatura constituía la meta y determinaba los métodos de enseñanza del niño, se esperaba simplemente de él que la recibiera y aceptara mostrándose  dócil y disciplinado. En cambio, los partidarios de la educación centrada en el niño, afirmaban que la enseñanza de asignaturas debía subordinarse al crecimiento natural del niño. Para ellos, la expresión de los impulsos naturales del niño constituía el “punto de partida, el centro, el fin”.

Una educación eficaz requiere que el maestro explote estas tendencias e intereses para orientar al niño hacia su culminación en todas las materias, ya sean científicas, históricas o artísticas. “En realidad, los intereses no son sino aptitudes respecto de posibles experiencias; no son logros; su valor reside en la fuerza que proporcionan, no en el logro que representan”.

La pedagogía de Dewey requiere que los maestros realicen una tarea extremadamente difícil, que es “reincorporar a los temas de estudio en la experiencia”. Los temas de estudio, al igual que todos los conocimientos humanos, son el producto de los esfuerzos del hombre por resolver los problemas que su experiencia le plantea. Para los tradicionalistas, estos conocimientos deben imponerse simplemente al niño de manera gradual, pero presentado de esta forma, ese material tiene escaso interés para el niño, y además, no le instruye sobre los métodos de investigación experimental por los que la humanidad ha adquirido ese saber. Dewey pedía a los maestros que integraran la psicología en el programa de estudios, construyendo un entorno en el que las actividades inmediatas del niño se enfrenten con situaciones problemáticas en las que se necesiten conocimientos teóricos y prácticos de la esfera científica, histórica y artística para resolverlas.


Si los maestros enseñaran de esta forma, orientando el desarrollo del niño de manera no directiva, tendrían que ser, como reconocía Dewey, profesionales muy capacitados, perfectamente conocedores de la asignatura enseñada, formados en psicología del niño y capacitados en técnicas destinadas a proporcionar los estímulos necesarios al niño para que la asignatura forme parte de su experiencia de crecimiento. Dewey admite que la mayoría de los maestros no poseen los conocimientos teóricos y prácticos que son necesarios para enseñar de esta manera, pero consideraba que podían aprender a hacerlo.

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